lunes, 25 de abril de 2011

Para el Poeta Carbón, en el día de su muerte

Cuando muere un poeta de los grandes las palabras enmudecen, se aíslan del mundo, dejan de ser estalactitas y se silencian a sí mismas para que ese espacio que las divide tome un poco de aire y se enseñoree mínimamente. Esas mimas palabras que conforman la obra del poeta se miran entre sí, se cuestionan sobre si sirven realmente, se plantean la idea del destino y del misterio que les tocó vivir dentro de esa hoja en blanco, piensan en el arquitecto que les dio sentido, dejan caer una lágrima y se libertan en puntos suspensivos.

Gonzalo Rojas ha muerto. Sus palabras le rinden homenaje póstumo, conversan secretamente en el velorio, tratan de decir algo por sí solas, pero les falta la idea suprema. Queda el silencio y con ello el triste desconsuelo del lector que ha tratado de liberarlas por siglos, de descifrarlas en aquellos días dulces de la amargura del saber. Eres el “Poeta de carbón”, quizás el último de la generación de oro de los Pablos, de mi Gabriela, de Vicente, de Nicanor, de Oliverio, de Cardenal, quizás el último de la larga lista que empieza con Virgilio y hace una pausa con Benedetti (cómo te extraño), has dejado de estar con nosotros y te hiciste eternidad.

Don Gonzalo, gracias por estar conmigo en la penumbra de días sin sol, de enseñarme a luchar por esa “Mujer de mis tinieblas”, por cantar al ardor de Acevedo, por enseñarme a besar turbulentamente, por tratar de explicar “Qué se ama cuando se ama”; gracias por Lebu y Orompello, gracias por esa luz de Prometeo que no se acaba cuando descubrimos a la Ragazza, a la Beatrice que buscamos en ese laberinto del Minotauro. Humildemente tomo algunas palabras suyas. Usted me inspiró (como a muchos) a escribir versos sin nombre. Este es mi sencillo homenaje en el día de su inefable muerte.

Volveré a ti cada día, cada noche, como siempre, como el recuerdo imperecedero; volveré a ti "mujer de mis tinieblas" al igual que ese junio de ese año aquel en donde te conocí descalza. Te esperaré como dicta mi corazón y como dicta nuestra propia naturaleza. Volveré a ti, al igual que el relámpago, venciendo la muerte por siempre y para siempre, hasta la eternidad como lo enuncian los círculos escritos con lápiz mina en el cuaderno borrador.

Por último, me quedo con ese poema suyo que alguna vez iluminó mi adolescencia.

Siempre el adiós (De Contra la muerte, 1964)

Tú llorarás a mares
tres negros días, ya pulverizada
por mi recuerdo, por mis ojos fijos
que te verán llorar detrás de las cortinas de tu alcoba,
sin inmutarse, como dos espinas,
porque la espina es la flor de la nada.
Y me estarás llorando sin saber por qué lloras,
sin saber quién se ha ido:
si eres tú, si soy yo, si el abismo es un beso.

Todo será de golpe
como tu llanto encima de mi cara vacía.
Correrás por las calles. Me mirarás sin verme
en la espalda de todos los varones que marchan al trabajo.
Entrarás en los cines para oírme en la sombra del murmullo. Abrirás
la mampara estridente: allí estarán las mesas esperando mi risa
tan ronca como el vaso de cerveza, servido y desolado.

Las palabras lloran su partida y varios añoramos su regreso. Descanse hombre, descanse.