El fútbol y la vida tienen mucho en común. La metáfora es muy simple. Cuando era niño pensaba en hacer muchos goles por la selección, jugar ante los brasileños, participar en un mundial y ser la estrella máxima del seleccionado nacional chileno. El asunto es que pasó el tiempo y me di cuenta de que era malo para la pelota, de que no había adquirido el don del goleador; me transformé en hincha, en espectador. Grité cuanto gol se daba a favor de mi equipo y pensaba, al mismo tiempo que el fútbol, como deporte que enciende la pasión más absoluta de todas, no era posible de manejar, que no era un instrumento de los poderosos para acaparar más poder. Me equivoqué.
El día en que llegó Marcelo Bielsa al equipo de todos me imaginé que algo en Chile iba a cambiar, que esa mentalidad de perder por un gol de cabeza en el último minuto frente a los Uruguayos se quedaría tan atrás como esos vagones de las empresas madereras; cuando llegó su fórmula de ir hacia adelante y presionar al rival en terreno contrario y meterlos en el arco del frente, me volvió la esperanza de por fin ganarles a los argentinos sin trampas sino que con fútbol, y que el Cóndor Rojas y los años de suspensión de una vez por todas serían olvidados por la frágil memoria colectiva de nosotros los chilenos. Nos ilusionamos, como siempre sucede en estos casos, con la idea de llegar a un mundial y por fin pasar a cuartos de final, por fin ganar algo fuera de casa, por fin dejar de ser un pueblo con cara de fútbol amateurs, con instituciones que se preocuparan por la excelencia de las personas, por la técnica y por la prolijidad. Como ven, otra vez me equivoqué.
En las elecciones de
El punto es que el producto selección nacional solo les pertenece a ellos, los dueños, aunque sean los hinchas los que pagan las entradas, los que a diario escuchan los comentarios de los periodistas deportivos, las formaciones de los equipos, los lesionados, etc. A mi me gusta el fútbol, me gusta la idea de que sea un deporte inclusivo, para todos, no de algunos; me gusta la idea de recordar las pichangas de barrio en donde la dedocracia del guatón que se llevaba la pelota para la casa obtuviera, al final del día, el merecido castigo multitudinario de la ley del hielo.
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